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Julián Juderías

sufrimiento y solamente los ojos demostraban que había llorado mucho.

—Siéntese V. á mi lado, me dijo en voz baja.

—¿Qué le ha pasado á V. princesa?

Nada que yo no supiese de antemano. Mi corazón lo presentía y mi corazón no se equivoca jamás.

—¿Pero, qué le ha pasado?

—La he visto.

—A quien á visto V.?

—A ella. Ha venido á despedirse de mi.

—Pero ¿de quién habla V.?

—De mi amiga.

—¿De su cuñada de V.?

—Si.

—¿Por Dios, princesa qué está V. diciendo? Sin duda su imaginación de V. se hallaba en estado anormal. Bailó V. mucho; tenía V. la sangre en movimiento y quizás algún sueño...

—Sí, sueño!.. murmuró Josefina sonriéndose amargamente. No estaba dormida. Escuche V.

No aparte de ella los ojos durante todo el tiempo que duró su relato, tan extraño era lo que contaba; pero sus ojos no revelaban sino el dolor que la poseía. Sus palabras se grabaron de tal suerte en mi memoria que puedo repetirlas sin omitir ninguna. He aquí lo que me cuenta.

Después de despedirse de sus invitados se retiró á sus habitaciones y de alli á poco dormía proente. No pensaba en Casimira más de lo acostumbrado. Según sus cálculos habría dormido ya una hora, cuando de repente oyó un murmullo muy suave y sintió sobre el rostro algo parecido al fresco agradable de la brisa. Se despertó. A su cabecera estaba una mujer vestida de blanco, con los cabellos cortados, sin más adornos que un collar rojo y un cinturón de cuero con hebilla de acero. A pesar de que en la habitación no había