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Cuentos y narraciones

más luz que la de una lamparilla, la princesa vió estos detalles con solo abrir los ojos. El rostro de aquella mujer estaba oculto, ó mejor dicho envuelto en un velo blanco. Se hallaba inmóvil y tenía las manos cruzadas sobre el pecho. Asustada, la princesa quiso gritar, pero no pudo y cuando cobró ánimos y se levanto para llamar á sus doncellas, la aparición se quitó el velo que ocultaba sus facciones y exclamó en voz baja: ¡No te asustes, soy yo!

¡Dios mío, eres tú, Casimira! gritó Josefina.

¿Es posible que no sueñe? ¿Cuando has llegado?

Y ya se aprestaba á abrazarla cuando su cuñada retrocedió y dijo con voz apenas perceptible:

—¡No te acerques! Aún no ha llegado la hora en que podrás abrazarme y sentirme en tus brazos. He venido á despedirme de tí.

¿A despedirte?

—Sí. ¿Acaso has olvidado nuestro juramento?

Josefina lo comprendió todo, pero cosa extraña ni se asnstó ni se deshizo en lágrimas. Estas vinieron después, pero en aquellos momentos se sentía perfectamente tranquila.

—¿Entonces has muerto? preguntó.

—He muerto en París. Me han guillotinado.

—¿Por qué?

—Por mi amistad con la reina de Francia.

—¡Malvados!

¡Silencio! Yo los bendigo puesto que han abierto las puertas de mi cárcel.

—¿De tu cárcel? ¿Que cárcel es esa?

La aparición se sonrió y gnardó silencio.

—Dime, repuso Josefina, ¿es tan terrible el morirse como dice la gente?

—Si. Es tan terrible como lo sería para un ciego de nacimiento la contemplación repentina del sol y de los cielos.