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Julián Juderías

más densos y, de pronto, la luna trazó en el cielo su derrotero habitual.

En una de las colinas del cementerio había yo visto hacía rato á una mujer que estaba de pie junto á un sepulcro. Era alta y un amplio velo rojo la envolvía formando anchos pliegues hasta tocar el suelo. Como escenas de esta índole son comunes y corrientes en tierra musulmana, donde el rezar aisladamente por los muertos constituye sagrado deber de los vivos, no la presté atención.

Más de una vez mis errantes miradas se posaron en la elegante figura de aquella mujer, pero mis pensamientos seguían otro rumbo y al olvidarlo todo, la olvidaba también. Tres horas hacía que me hallaba en el cementerio y cuantas veces la miraba lo veía en idéntica postura: parecia una estatua. Esto me sorprendió. ¿Una musulmana á aquella liora, entre infieles y cerca del campamento ruso? Verdad es que las turcas contraían amistad con los rusos mejor que con sus compatriotas y que en la ciudad no temían salir solas, pero de noche y en los arrabales no las habia visto jamás.

Los irritables celos de sus parientes las aterraban cien veces más que el encuentro con los vencedores y el farol de papel era instrumento indispensable para las que se veían obligadas á salir de noche acompañadas del marido ó de un pariente. La curiosidad me azuzó y me acerqué lentamente á la desconocida.

La colina donde se hallaba pertenecía al cementerio armenio, que se confundía con los demás, pues la muerte convertía á los enemigos en amigos. Me acerqué á la desconocida sin que esta me viese ni notase el ruido de mis pasos. El rojo velo no la ocultaba el rostro. ¡Qué expresivo y qué pálido era éste! Sus entreabiertos labios no murmurahan ya y la mirada de sus negros ojos erraba salvaje por el espacio. ¡Qué pena más profunda