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Julián Juderías

¡Pobre, pobre! Te compadezco. Cuando vivía lo hubiese dado todo porque me amase á mi sola; ahora que ha muerto quisiera que todos lo amasen como yo. Pero ¿quién va á amarlo con la pasión que yo? Angel era el nombre de su alma; yo lo llamaba alma mia: no creí que tuviese otro nombre y si lo creí no me importo.

Me incline hacia el sepulcro y ví que realmente ostentaba una cruz toscamente grabada y una inscripción que decia: «Aquí yace convertido en cenizas el teniente Wlad.., muerto á consecuencia de una herida que recibió en la batalla de... No pude descifrar otra cosa, pues la parte inferior de la lápida estaba destrozada por las balas como si alguien se hubiese entretenido en disparar al blanco sobre ella. Mi compasión fué mayor al averiguar que la turca había amado á un compatriota y senti dejarla sola en hora tan propicia á peligrosos encuentros. Recordé que dos días antes había cncontrado en el foso del castillo el cadáver de una joven y que la víspera habían sido asesinadas en la calle dos mujeres. Embravecidos por la retirada de los rusos los celosos maridos vengaron, quizás, con sus puñales una infidelidad imaginaria. A los ojos de los musulmanes una mirada cariñosa era un crimen. Quise recordarle la hora y dije:

—Hermosa, el sol se ha puesto hace tiempo.

—También se puso el mío y no volverá á salir, replicó con apenado accato la turca; y ni el canto de los gallos, ni el redoble de los tambores, ni siquiera mi voz lo despertarán al rayar el día. El ardor de mis besos no le hará abrir los ojos, ni sus mejillas me sonreirán, ni sus labios pronunciarán felices palabras.

Aquel tierno recuerdo rompió el hielo del pesar y sus lágrimas se desbordaron como torrentes.

Observé que también mis mejillas estaban húmedas.