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Julián Juderías

iba palideciendo lentamente; el terror no hacía que perdiese su expresión de dolor y los labios parecían haber sido entreabiertos no por un grito, sino por un suspiro de amor.

Quise engañarme, convencerme de que el sonrosado de la sangre se aparecería a través de la nieve de sus mejillas, que la respiración agitaría su pecho—no, todo había terminado. Su alma había descifrado ya el gran misterio que con tanta pasión y tan en vano quería yo adiviuar.

—¿Qué debo hacer? Tenerte lástima ó felicitarteexclamé. Sea lo que quiera, encuentres ó no á tu amante más allá de la muerte tus sufrimientos terrestres han terminado al menos. ¡Descansa en paz!

La besé en la frente, fría como el hielo y la envolví en el velo rojo.

A la mañana siguiento regresamos á Rusia. Pude averiguar quién había sido el amante de la desgraciada turca, pero quién era ella, y si el asesino fué su padre, su hermano ó su marido, no pude saberlo. Mis indagaciones no dieron resultado. El y ella desaparecieron, pero el recuerdo de aquel trágico suceso lo tengo muy presente y cada vez que tropiezo con un velo rojo, tiemblo.