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Julián Juderías

resonaban sordamente en los muros de piedra. Sin llegar al final del corredor, penetraron en otro igualmente largo, después en otro y subieron, por último una pequeña escalera. Arriba había una hahitación inmensa, una de cuyas paredes, la del fondo, ostentaba una cortina de terciopelo negro. El bombre que los había guiado se dirigió á la cortia, profirió una frase en un idioma desconocido y al punto sonó bajo tierra una campanada lúgubre y prolongada.

Apenas se había extinguido aquella vibración, cl hombre del albornoz levantó la cortina, se inclinó profundamente y dijo en inglés:

—Caballero, os ruegan que entreis..

El príncipe entró en una inmensa sala abovedada. La cortina cayó tras él.

IV

Del techo de la sala caía, a través de un vidrio mate, una luz igual, azulada y débil, que dejaba la habitación envuelta en sombras. A la izquierda se veía un ancho espejo; con marco negro que cubría toda la pared. Aquel espejo no era limpido, como los de Venecia, sino grisáceo, como los de metal, y los objetos se reflejaban turbios en él. Tenía delante un alto trípode con figuras de relieve, que servía de sostén á nna cazoleta cubierta asi mismo de arabescos y de inscripciones. Frente al espejo había un encerado con signos cabalísticos y apuntes en idioma desconocido. En el fondo del salón se veía una pequeña bóveda, tapizada de negro y en el interior de ella, se elevaba, sobre un pedes—tal de mármol obsenro, un tronco de árbol en torno del cual se enrollaba una serpiente negra y resplandeciente, cuya boca aprisionaba una manzana. La cabeza de la serpiente tenía expresión ca-