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Acta de Benedicto XV

, para que, suprimidas, dentro de lo posible, las causas de la discordia —y salvos, por supuesto, los principios de la justicia—, reanuden entre sí los lazos de unas amistosas relaciones. Porque el Evangelio no presenta una ley de la caridad para las personas particulares y otra ley distinta para los Estados y las naciones, que en definitiva están compuestas por hombres particulares. Terminada ya la guerra, no sólo la caridad, sino también una cierta necesidad parece inclinar a los pueblos hacia el establecimiento de una determinada conciliación universal entre todos ellos. Porque hoy más que nunca están los pueblos unidos por el doble vínculo natural de una común indigencia y una común benevolencia, dados el gran progreso de la civilización y el maravilloso incremento de las comunicaciones.

Este olvido de las ofensas y esta fraterna reconciliación de los pueblos, prescritos por la ley de Jesucristo y exigidos por la misma convivencia social, han sido recordados sin descanso, como hemos dicho, por esta Santa Sede Apostólica durante todo el curso de la guerra. Esta Santa Sede no ha permitido que este precepto quede olvidado por los odios o las enemistades, y ahora, después de firmados los tratados de paz, promueve y predica con mayor insistencia este doble deber, como lo prueban las cartas dirigidas hace poco tiempo al episcopado de Alemania[1] y al cardenal arzobispo de París[2]. Y como hoy día la unión entre las naciones civilizadas se ve garantizada y acrecentada por la frecuente costumbre de celebrar reuniones y conferencias entre los jefes de los gobiernos para tratar de los asuntos de mayor importancia, Nos, después de considerar atentamente y en su conjunto el cambio de las circunstancias y las grandes tendencias de los tiempos actuales, para contribuir a esta unión de los pueblos y no mostrarnos ajenos a esta tendencia, hemos decidido suavizar hasta cierto punto las rigurosas condiciones que, por la usurpación del poder temporal de la Sede Apostólica, fueron justamente establecidas por nuestros predecesores, prohibiendo las visitas solemnes de los jefes de Estado católicos a Roma. Pero declaramos abiertamente que esta indulgencia nuestra, aconsejada y casi exigida por las gravísimas circunstancias que atraviesa la humanidad, no debe ser interpretada en modo alguno como una tácita abdicación de los sagrados derechos de la Sede Apostólica, como si en el anormal estado actual de cosas la Sede Apostólica renunciase definitivamente a ellos. Por el contrario, aprovechando esta ocasión, «Nos renovamos las protestas que nuestros predecesores formularon repetidas veces, movidos no por humanos intereses, sino por la santidad del deber; y las renovamos por las mismas causas, para defender los derechos y la dignidad de la Sede Apostólica»,

  1. Carta apostólica Diuturni, de 15 de julio de 1919.
  2. Epístola Amor ille singularis, de 7 de octubre de 1919.