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Acta Apostolicae Sedis - Comentario Oficial

fueron justamente establecidas por nuestros predecesores, prohibiendo las visitas solemnes de los jefes de Estado católicos a Roma. Pero declaramos abiertamente que esta indulgencia nuestra, aconsejada y casi exigida por las gravísimas circunstancias que atraviesa la humanidad, no debe ser interpretada en modo alguno como una tácita abdicación de los sagrados derechos de la Sede Apostólica, como si en el anormal estado actual de cosas la Sede Apostólica renunciase definitivamente a ellos. Por el contrario, aprovechando esta ocasión, «Nos renovamos las protestas que nuestros predecesores formularon repetidas veces, movidos no por humanos intereses, sino por la santidad del deber; y las renovamos por las mismas causas, para defender los derechos y la dignidad de la Sede Apostólica», y de nuevo pedimos con la mayor insistencia que, pues ha sido firmada la paz entre las naciones, «cese para la cabeza de la Iglesia esta situación anormal, que daña gravemente, por más de una razón, a la misma tranquilidad de los pueblos»[1].

Restablecída así la situación, reconocido de nuevo el orden de la justicia y de la caridad y reconciliados los pueblos entre sí, es de desear, venerables hermanos, que todos los Estados olviden sus mutuos recelos y constituyan una sola sociedad o, mejor, una familia de pueblos, para garantizar la independencia de cada uno y conservar el orden en la sociedad humana. Son motivos para crear esta sociedad de pueblos, entre otros muchos que omitimos, la misma necesidad, universalmente reconocida, de suprimir o reducir al menos los enorines presupuestos militares, que resultan ya insoportables para los Estados, y acabar de esta manera para siempre con las desastrosas guerras modernas, o por lo menos alejar lo más remotamente posible el peligro de la guerra, y asegurar a todos los pueblos, dentro de sus justos límites, la independencia y la integridad de sus propios territorios.

Unidas de este modo las naciones según los principios de la ley cristiana, todas las empresas que acometan en pro de la justicia y de la caridad tendrán la adhesión y la colaboración activa de la Iglesia, la cual es ejemplar perfectísimo de sociedad universal y posee, por su misma naturaleza y sus instituciones, una eficacia extraordinaria para unir a los hombres, no sólo en lo concerniente a la eterna salvación de éstos, sino también en todo lo relativo a su felicidad temporal, pues la Iglesia sabe llevar a los hombres a través de los bienes temporales de tal manera que no pierdan los bienes eternos. La historia demuestra que los pueblos bárbaros de la antigua Europa, desde que empezaron a recibir el penetrante influjo del espíritu de la Iglesia, fueron apagando poco a poco las múltiples y profundas diferencias y discordias que los dividían,

  1. Encíclica Ad beatissimi, de 1 de noviembre de 1914.