—¿Por qué?—le pregunté.—Es un hombre á quien puede Vd. dar la mano con orgullo.
—No sé de nada que pudiera darle á un Campobello, —dijo Alán,—á no ser un balazo. Cazaría á todos los de ese apellido como si fueran gallos silvestres. Si estuviese moribundo me arrastraría sobre mis rodillas hasta la ventana de mi habitación para dispararle un tiro á uno.
—Bueno, Alán, le dije,—¿ qué es lo que le pasa á Vd. con los Campobellos?
—Usted sabe muy bien,—me contestó,—que yo soy un Stuart de A pín, y que los Campobellos por largo tiempo han perseguido y diezmado á los de mi apellido, apoderándose de nuestras tierras por traición, aunque nunca con la espada,—y esto lo dijo gritando y dando nn golpe en la mesa con el pomo de la suya.—Ann hay más, —continuó, y todo es por el mismo estilo: palabras falsas, papeles falsos, tretas dignas de un buhonero, y en todo la apariencia de legalidad, para encolerizarlo á uno más.
—Vd. regala con tanta facilidad sus botones, le dije, —que apenas puedo creer que sea buen juez en materia de negocios.
¡Ah!—dijo sonriendo,—mi despilfarro lo heredo del mismo hombre de quien tengo los botones; y ese fué mi pobre padre Duncan Stuart, que Dios tenga en su gloria. Era el hombre más hermoso de su familia, y el mejor tirador de espada de las Tierras Altas, David; lo que equivale á decir del mundo entero. Y sé lo que me digo, pues él fué quien me enseñó el manejo del arma. Cuando se organizó la Guardia Negra, mi padre se alistó en ella. Parece que el Rey deseaba presenciar la habilidad