CAPÍTULO XIV
LA ISLITA
Con mi llegada á la costa comenzó la peor parte de mis aventuras. Eran como las doce y media de la noche, y aunque la tierra quitaba al viento mucha parte de su fuerza, la noche era sin embargo muy fría. No me atreví á sentarme porque pensé que me iba á helar, pero me quité los zapatos y me puse á dar paseos de un lado á otro en la arena con los pies descalzos, dándome golpes en el cuerpo para entrar en calor. No se oía ruido alguno que indicara la presencia de hombres ó ganados; no se oía el canto de ningún gallo, aunque era la hora de su primer despertar; solo se percibía el rumor de las olas que se quebraban á lo lejos, lo que me hacía recordar mis peligros y los de mi amigo. Pasearme á orillas del mar á aquella hora de la noche, y en un lugar tan desierto y solitario como aquel, me llenó de cierta especie de terror.
Tan pronto como empezó á romper el día, me puse los zapatos, y subí á una colina, lo que no fué fácil tarea, pues era muy pendiente y pedregosa. El alba comenzaba á brillar cuando llegué á la cima. No se veía señal alguna del bergantín, que debía de haber sido lanzado del arrecife y hundido en el mar. Tampoco se veía el bote; ni