—Aquí no podemos quedarnos, dijo,—este lugar lo registrarán y vigilarán.
Y diciendo esto emprendió la carrera más aprisa que antes, con dirección al río, en un punto en que lo dividían tres rocas, con un ruido atronador que me asustó.
Alán no miró ni á derecha ni á izquierda sino que saltó á la roca del medio en que cayó sobre las manos y las rodillas para sostenerse, pues la roca era pequeña. Yo no tuve tiempo para medir la distancia ni darme cuenta del peligro, sino lo imité, y él mne recibió y me impidió caer.
Aquí estábamos los dos sobre una pequeña roca, resbaladiza, teniendo que dar aún otro salto mayor, y con el río cercándonos por todos lados. Cuando me di cuenta de donde me hallaba, se apoderó de mí un temor muy grande y me cubrí los ojos con las manos.
Alán me asió por el brazo y me dió una sacudida: ví que estaba hablando, pero el ruido del agua y la turbación de mi espíritu me impidieron oirle; noté solo que tenía el rostro rojo de cólera y que golpeaba la roca con el pie. De nuevo el espectáculo del agua que nos cercaba y el ruido atronador que formaba me hizo cubrir los ojos con las manos todo estremecido.
Al instante Alán me puso la botella de coñac en los labios y me obligó á beber un buen trago que me envió la sangre á la cabeza. Entonces, haciendo como una bocina de sus manos y aplicando la boca á mis oídos, gritó: "Ahogarse ó la horca,"—y volviéndome las espaldas dió un salto sobre el otro brazo del río y cayó en tierra.
Quedé solo en la roca, donde tenía ahora más espacio; el coñac hacía su efecto en el cerebro; tenía á la vista el ejemplo de Alán, y sabía que si no daba el salto entonces,