—¡Ay!—dijo Alán,—es Vd. hombre de pocos recursos.
Y permaneció en silencio contemplando los rescoldos del fuego; y tomando al cabo de un rato un pedazo de leña, le dió la forma de una cruz pintando con un carbón las cuatro puntas. Luego me miró con cierta expresión astuta.
—¡Puede Vd. prestarme mi botón?—dijo.—Parecerá extraño que pida lo que he dado como presente, pero confieso que no quisiera cortar otro.
Le dí el botón, por el cual pasó una tira de su gabán que había usado para atar la cruz, y agregando un ramito de abedul y otro de abeto, contempló su obra con satisfacción.
—Ahora bien,—dijo,—no lejos de aquí hay una pequeña aldea, donde viven muchos amigos míos, en quienes puedo confiar completamente, y otros que no me inspiran tanta confianza. Oye, David; nuestra cabeza se pondrá á precio; el mismo Santiago lo hará; y en cuanto á los Campobellos revolverán la tierra y el mar cuando se trata de perjudicar á un Stuart. De otro modo, iría yo mismo á esa aldea y pondría mi vida en manos de esa gente sin pensar mucho.
—Y bien ?—pregunté.
—Y bien, como las cosas son como he dicho, no me expongo á que me vean, pues en todas partes hay gente mala, y lo que es peor, gente débil. De manera, que cuando sea de noche me deslizaré hasta esa aldea, y pondré esta cruz en la ventana de un buen amigo mío, Juan Breck Maccoll, uno de los arrendatarios de Apín.
Y si encuentra eso ¿ qué es lo que pensará ?—le pregunté.