suya, á veces á una milla de su paradero, y cuando el último de aquellos harapientos á quien él maltrataba y amenazaba podía haber hecho una fortuna con delatarle.
Nos sirvieron al fin la comida, que consistía en unos pedacitos de carne de venado asada de que solo tomé unos bocados. Durante la comida, Cluny nos refirió numerosas historias y anécdotas del tiempo que pasó el Príncipe Carlos, el Pretendiente, en la jaula, repitiendo las mismas palabras de los oradores y levantándose de su asiento para mostrarnos el que ellos ocupaban. De todo ello vine en conocimiento de que era un Príncipe agradable y valeroso, como cuadraba al descendiente de una raza de reyes, muy cortés, pero no tan sabio como Salomón.
No bien acabamos de comer, trajo Cluny un paquete grasiento y gastado de barajas viejas como las que pueden hallarse en una posada de ínfimo orden, y nos invitó á jugar, brillándole vivamente los ojos.
Ahora bien: el juego era una de las cosas que se me había hecho considerar como deshonrosas; sosteniendo mi padre que ni un cristiano ni un caballero debían aventurar á las cartas sus medios de vivir para conseguir el de los otros. Yo podía haber alegado que estaba cansado, que era bastante disculpa; pero creí que debía apoyarlo con razones. Sin duda me puse muy colorado; pero hablé con firmeza, y dije que no me creía llamado á ser juez de las acciones de otros, pero que en cuanto á mí, era un asunto de que no entendía.
Cluny cesó de barajar.
Qué diablo significa esto?—dijo,—¡qué clase de lenguaje es este en la casa de Cluny Macpherson?
—Yo pongo la mano en el fuego por el Sr. Balfour,