dijo Alán.—Es un hombre honrado y un caballero, y deseo que Vd. tenga en cuenta quien es el que lo dice.
Llevo un nombre de reyes, agregó terciando el sombrero, —y tanto yo como cualquiera á quien llame mi amigo, podemos alternar en la sociedad de los mejores. Pero este caballero está fatigado, y debe dormir; si no quiere jugar, eso no impedirá que nosotros juguemos. Estoy dispuesto á jugar con Vd., señor, lo que Vd. quiera.
—Señor,—dijo Cluny,—en esta pobre casa mía, es preciso que sepa Vd. que cualquier caballero puede hacer lo que mejor le acomode. Si el amigo de Vd. quiere seguir su modo de pensar, es el bienvenido. Y si él, ó Vd., o cualquiera otra persona, no está satisfecho de mí, tendré el honor de salir al campo con él, sea quien fuere.
Yo no quería que estos dos amigos anduviesen á cuchilladas por causa mía.
—Señor,—dije,—estoy muy fatigado como Alán dice; y lo que es más, como Vd. es un hombre que seguramente tiene hijos, puedo decirle que es una promesa hecha á mi padre.
—No diga Vd. más, no diga Vd. más, respondió Cluny mostrándome una cama en un rincón de la jaula.
Á pesar de todo se podía ver que estaba disgustado, me miraba de soslayo, y murmuró algo. Y debo confesar que tanto mis escrúpulos, como las palabras en que los expresé, no eran de los más apropiados entre aquellos Jacobitas montañeses.
Con el trago que había bebido y los pocos bocados que comí, se apoderó de todo mi ser una extraña pesadez, y apenas me acosté, caí en una especie de estupor que duró casi todo el tiempo de nuestra permanencia en la