jaula. Á veces me encontraba completamente despierto y comprendía lo que pasaba; otras oía voces ó el ronquido de los que dormían; otras, veía extrañas visiones moverse en la habitación. Debí haber hablado ó gritado, porque recuerdo mi sorpresa de que me respondieran; sin embargo, tenía conciencia de que no era una pesadilla, sino un horror general, profundo, constante, del lugar en que me hallaba, del lecho en que dormía, de las voces, de las personas, del fuego, y de mí mismo.
Se llamó al barbero, que era una especie de doctor, para que me recetara algo; pero como habló en gaélico, no entendí ni jota de lo que decía, y además yo me hallaba sobrado enfermo para pedir que me tradujeran sus palabras.
Mientras permanecí en semejante estado, no presté mucha atención á lo que pasaba en derredor mío. Pero Alán y Cluny pasaron la mayor parte del tiempo jugando á las cartas, y tengo la seguridad de que Alán ganó al principio, porque recuerdo que una vez que me senté, los ví empeñados en el juego y sobre la mesa un brillante montón de unas sesenta á cien monedas de oro. Me pareció muy singular toda esta riqueza en aquella especie de nido al costado de una roca, todo cubierto de árboles; y más singular aún me parecía ver á Alán metido en cuerpo y alma en aquel asunto, cuando solo tenía unas cinco libras esterlinas en su bolsa.
El segundo día parece que la suerte cambió. Al mediodía me despertaron, como de costumbre para comer, y también, como de costumbre, rehusé y me dieron un trago de coñac con una infusión amarga que el barbero había recetado. Cluny estaba sentado á la mesa con el