rostro tenía un extraño color azuloso, y parecía que había cesado de respirar. Me asaltó el temor de que estuviera muerto; tomé entonces agua y le rocié el rostro, lo que le hizo volver algo en sí. En fin, alzó los ojos, y al verme, noté en sus miradas un terror que no era de este mundo.
CORRO UN GRAN PELIGRO EN CASA DE MI TÍO —¡Siéntese Vd.! ¡Siéntese Vd. !—le dije.
—¿Estás vivo?—dijo medio sollozando.—Hombre, ¿ estás vivo?
—Sí,—le dije,—pero no gracias á Vd.
Había tratado de respirar con profundos suspiros.
—El frasquito azul, en el armario,—dijo,—¡ el frasquito azul!
Su respiración era todavía muy débil. Corrí á la alacena, y encontré allí un frasquito azul de medicina, con la dosis escrita en un papel, y se la administré con la prontitud posible.
—Yo tengo una enfermedad, —dijo reviviendo un poco, —tengo una enfermedad, David; es el corazón.
Lo senté en una silla y me puse á mirarle fijamente.
Sentía, en verdad, cierta compasión por el hombre que veía tan enfermo, pero me encontraba poseído de una justa cólera, y le enumeré los particulares acerca de los cuales necesitaba una explicación. Quise saber por qué me había mentido con cada palabra; por qué temía que yo me fuera; por qué le desagradaba toda alusión á que él y mi padre eran hermanos gemelos. "¿ Acaso por qué es cierto?"—le pregunté. Quería saber, además, por qué me había dado un dinero al cual estaba yo convencido de no tener derecho alguno; y, finalmente, por qué había tratado de matarme. Me oyó sin interrumpirme, y des-