—Sí,—dijo,—un golpe serio. Pero qué, joven, ¡ animo! El mundo no ha terminado para Vd.; si ahora las cosas van mal, después irán mejor. No ha comido Vdnada?
Le dije que no podía ni mirar la comida, y entonces me dió un poco de aguardiente con agua, y me dejó de nuevo entregado á mi suerte.
Cuando volvió á verme estaba yo semidormido y semidespierto, con los ojos abiertos, en medio de aquella obscuridad; y aunque el mareo había desaparecido, experimentaba un horrible aturdimiento que me parecía aún más insoportable. Además, me dolían todos los miembros y las cuerdas que me ataban me parecían de fuego. El olor de aquel lugar era como parte de mí mismo, y durante el largo intervalo transcurrido desde su última visita, había padecido torturas de miedo, ya por las carreras de las ratas del buque que á veces pasaban sobre mi cara, ya por las tristes visiones que visitan el lecho de una persona con calentura.
El brillo de la linterna me pareció como luz del cielo, y aunque solo me hizo visible el fuerte y negro maderaje del buque que me servía de prisión, hubiera llorado de pura alegría. El hombre de los ojos verdes fué el primero que bajó y noté que parecía como que vacilaba algo.
Le siguió el capitán. Ninguno dijo una palabra, pero el primero se puso á examinarme, y me curó la herida como antes, mientras el capitán me contemplaba de un modo extraño.
—Ahora, señor, mire Vd. mismo,—dijo el primero.
Una fiebre alta, falta de apetito, falta de luz, falta de alimentos. Vd. mismo verá lo que eso significa.