sol que, aunque me deslumbraba, era para mí un motivo de gran alegría. No bien dí señales de vida, cuando un hombre me trajo una bebida preparada por el Sr. Riach con propiedades curativas, y me dijo que permaneciera tranquilo y pronto sanaría. No había huesos rotos, sino un golpe dado en la cabeza. Eso no es nada, agregó: yo fuí quien se lo dí á Vd.
En aquel sitio permanecí varios días muy bien vigilado, y no solo recobré la salud sino que llegué á conocer á mis compañeros. Era gente tan ruda como lo son la mayor parte de los marineros, privados de los afectos y dulzuras de la vida y condenados á ir rodando por los mares con amos no menos crueles que las olas. Algunos habían viajado con piratas y presenciado escenas de que no es posible hablar; otros habían desertado de los buques de guerra, é iban, como quien dice, con una cuerda alrededor del cuello; y todos dispuestos á romperse la crisma con sus mejores amigos por quítame allá esa paja. Pero no transcurrió mucho tiempo de hallarme en su compañía cuando tuve que modificar el juicio que al principio había formado acerca de ellos. No hay clase de hombres completamente mala: todas tienen sus faltas y virtudes propias, y estos marineros no formaban una excepción de la regla. Eran rudos y malos, no hay duda; pero tenían muchas virtudes. Eran bondadosos cuando les parecía, sencillos con toda la sencillez de un muchacho del campo como yo, y tenían algunas vislumbres de honradez.
Había un hombre quizá de cuarenta años de edad que se sentaba al lado de mi camarote horas enteras hablándome de su esposa y su niño. Era un pescador que había