Porque a su abismo lo creyó cumbre,
leves mareos de la esperanza
quizá embriagaron sus realidades
puesto que huyeron sin inquietarla;
y la salvaron de los hastios
que levemente la desolaran,
como poemas sentimentales,
largos idilios de cortesana.
Después... terrible, llegó el descenso,
y hubo agonías de lucha infausta:
el tren lujoso, los bar de moda,
— últimas glorias de consagrada —
ya no volvieron a mecer tiernas
ensoñaciones interminadas,
ya no volvieron ansias ocultas
de las novelas de fe romántica,
ni a obsedar, tristes, sus aventuras
las heroinas que ella imitara,
pues, desde entonces, casi insensible,
vivió la vida de una de tantas...
y enamoróse de un orillero,
por un capricho, porque ostentaba,
como un orgullo jamás vencido,
adorno y premio de sus audacias,
una imborrable cicatriz honda
sobre su rostro: cuartel de cara
brutal nobleza, blasón sangriento
que con fiero arte grabó la daga.
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Misas Herejes.