La vió el suburbio pasar risueña,
porque en sus horas inconfesadas
de peregrina de los burdeles
fué la devota que amó las llagas;
y a su belleza rindió homenaje
la inmunda jerga que deshojaba
en delictuosas galanterías
rosas obscenas para sus gracias;
la jerga inmunda, que en madrigales
volvió la torpe frase guaranga
de los celosos apasionados,
que bravamente, como ofrendadas
invitaciones de amor, lucían
vivos claveles en la solapa,
largos reproches en sus cantares
y torvas iras en las miradas.
Sus caballeros... Esos a quienes
por su coraje, la roja heráldica
de las pendencias y las prisiones
dió pergaminos de aristocracia.
Más tarde el otro... Las exigencias,
las tiranías de aquel canalla
que ella mantuvo, las indecibles
horas de eterna mujer golpeada:
¡siempre el azote como caricia,
siempre el azote sobre la espalda,
sobre esos lomos que soportaron
sin rebeliones de carne esclava:
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Evaristo Carriego.