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caron mi cabaña en un palacio digno del rey más grande del mundo. América, después de esto, me pareció ya un lugar de delicia. "Hay que venir a Nueva Orleáns—decía yo muchas veces a Manonsi se quieren gustar las verdaderas dulzuras de!

amor. Aquí se ama sin interés, sin celos, sin inconstancia. Nuestros compatriotas vienen a buscar oro, y no se imaginan que nosotros hemos hallada tesoros más preciados." Cultivamos cuidadosamente la amistad del gobernador. A las pocas semanas de nuestro arribo tuvo la bondad de darme un destinillo que quedó vacante en el fuerte. Aun cuando no era muy distinguido, lo acepté como un favor del cielo, pues me colocaba en situación de no vivir a costa de nadie. Tomé un criado para mí y una criada para Manon, Prosperaba nuestra modesta fortuna; yo era muy ordenado en mi conducta, y Manon no lo era menos. No desperdiciábamos ninguna oportunidad de ser útiles y favorecer a nuestros vecinos.

Esta condición y oficiosidad y la dulzura de nuestro trato, nos conquistaron la confianza y el afecto de toda la colonia; en breve plazo logramos tal consideración, que pasábamos por las primeras personas de la ciudad después del gobernador.

La sencillez de nuestras ocupaciones y la tranquilidad perfecta en que vivíamos sirvieron para hacernos recordar insensiblemente las ideas de la religión. Manon nunca fué impía; yo tampoco era de esos libertinos impenitentes que alardean de añadir la irreligiosidad a la depravación de las Dey Dalty