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costumbres; el amor y la juventud fueron los únicos causantes de nuestros desórdenes. La experiencia reemplazó a la edad e hizo en nosotros el mismo efecto que los años. Nuestras conversaciones, que eran siempre reflexivas, nos indujeron insensiblemente a desear un amor virtuoso. Yo fuí el primero que propuso aquel cambio a Manon.

Conocía el fondo de su corazón: era recta y natural en todos sus sentimientos, cualidad que dispo ne siempre a la virtud. Le di a entender que a nuestra felicidad le faltaba algo. "Es—le dije que la apruebe el cielo. Tenemos uno y otro un alma demasiado bella y un corazón demasiado sano para vivir voluntariamente en el olvido de nuestro deber. Pase que hayamos vivido así en Francia, donde no podíamos ni dejar de amarnos ni hacerlo al amparo de la ley; pero en América, donde no dependemos más que de nosotros mismos, donde no tenemos que atender a las leyes arbitrarias de posición y de familia, donde nos creen matrimonio, ¿qué se opone a que lo seamos efectivamente y que ennoblezcamos nuestro amor con los juramentos que la religión autoriza? Yo no te ofrezco nada nuevo al ofrecerte mi corazón y mi mano; pero estoy dispuesto a dártelos al pie del altar." Parecióme que aquellas palabras la inundaban de alegría. "Puedes creer—me respondió—que he pensado mil veces en eso mismo desde que estamos en América? El temor de desagradarte me ha hecho encerrar este deseo en el fondo de mi von