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saludarme friamente, me declaró en dos palabras que el gobernador me prohibía pensar en tal cosa y que tenía otras miras respecto a Manon. "Otras miras sobre Manon!—le dije con una angustia mortal. Y ¿cuáles son, pues, señor capellán?” Me respondió que, como yo no ignoraba, el gobernador era el amo; que como Manon había sido enviada de Francia para la colonia, él era quien debía disponer de ella; que no lo había hecho hasta entonces porque la creía casada; pero que habiendo sabido por mí mismo que no lo estaba, consideraba oportuno dársela a Synnelet, que estaba enamorado de ella.

Mi fogosidad pudo más que mi prudencia. Ordené con altivez al capellán que saliera de mi casa, jurando que el gobernador, Synnelet y toda la ciudad no se atreverían a tocar a mi mujer o mi amante, como quisieran llamarla.

En seguida comuniqué a Manon el funesto mensaje que acababa de recibir. Supusimos que Synnelet había conquistado a su tío después de marcharme yo, y aquel era el resultado de un proyecto meditado hacía mucho tiempo. Ellos eran los más fuertes. Nosotros nos hallábamos en Nueva Orleáns como en medio del mar; es decir, separados del resto del mundo por espacios inmensos.

¿Adónde huir en un país desconocido, desierto, habitado por fieras y por salvajes tan bárbaros como ellas? Yo era estimado en la ciudad; pero no podía esperar conmover al pueblo lo suficiente para que hiciese en favor mío algo que fuese proSally