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que le concediese un sueño dulce y tranquilo.

¡Dios mío! ¡Cuán sinceros y vehementes eran mis votos! ¡Y con qué rigor habíais resuelto no escucharlos!

Perdonadme si termino en pocas palabras un relato que me mata. Os estoy contando una desventura sin ejemplo, que lloraré toda mi vida.

Pero aunque la llevo siempre en la memoria, mi alma parece como que retrocede de horror cada vez que intento expresarla.

Habíamos pasado tranquilamente parte de la noche. Creía que mi amante adorada dormía y procuraba hasta contener la respiración por miedo a turbar su sueño. Al amanecer, advertí que tenía las manos frías y temblorosas; las acerqué a mi pecho para calentárselas. Ella sintió este movimiento, y, haciendo un esfuerzo para coger las mías, me dijo con una voz muy débil que se creía en su última hora.

Al principio tomé aquellas palabras por un modo de expresarse corriente en la desgracia, y respondí a ellas con los consuelos tiernos del amor. Pero sus suspiros frecuentes, su silencio a mis preguntas, el modo cómo me estrechaba las manos, me hicieron comprender que se acercaba el fin de sus desdichas.

No pretendáis que os pinte mis sentimientos ni que os refiera sus últimas palabras. La perdí; en el mismo momento de expirar me dió pruebas de eu amor: es todo lo que puedo deciros de aquel suceso fatal y deplorable.

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