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nadas de camino y algunas montañas tan altas y escarpadas, que eran difíciles de escalar hasta para los hombres más toscos y vigorosos. Me prometía, sin embargo, que podríamos sacar partido de aquellos dos recursos: de los salvajes, para que nos guiaran, y de los ingleses, para recibirnos en sus casas.

Marchamos tanto tiempo como el ánimo de Manon pudo sostenerla; es decir, unas dos leguas, pues aquella amante incomparable se negó en absoluto a detenerse antes. Abrumada de cansancio, me confesó que le era imposible andar más. Era ya noche; nos sentamos en medio de una vasta llanura, sin poder encontrar un solo árbol a que acogernos. Su primer cuidado fué cambiar las vendas de mi herida, que me había curado antes de partir. En vano quise oponerme a su decisión; habría extremado su mortal amargura si le hutiera negado la satisfacción de creerme a gusto y sin peligro antes de pensar en ella misma. Me sometí durante unos instantes a sus deseos; recibí sus cuidados en silencio y con vergüenza.

Pero cuando ella hubo satisfecho su ternura, ¡con cuánto ardor la reemplazó la mía! Me despojé de toda mi ropa, y la extendí debajo de Manon para que la tierra le fuese menos dura. La obligué a consentir, a su pesar, en que empleara en su beneficio todo lo que pude imaginar de menos incómodo. Calenté sus manos con el calor de mis besos ardientes y de mis suspiros. Pasé toda la noche velando junto a ella y pidiendo a Dios Ti