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Dí las gracias y enseñándome ellas el comedor, me advirtieron que había tres cubiertos. Efectivamente estaba la mesa convenientemente dispuesta. Cubríala un blanco y fino mantel de hilo: la vajilla o el servicio era de porcelana dorada con una cifra dorada también en cada pieza. Los cubiertos eran de plata marcados con la misma cifra que tenían los platos.

—La criada ha puesto tres cubiertos —me dijo la anciana— esperando que honréis nuestra humilde mesa.

—Miles de gracias —respondí— pero me esperan en mi casa y no puedo aceptar tan honrosa invitación.

—Lo sentimos mucho. Si en esta ocasión no podéis aceptar, no será así en otra.

Despedíme de ellas grabando bien en mi imaginación los pormenores de la casa. Minang me saludaba con la mano desde la ventana.

Retiréme pensando en ¿quienes podían ser aquellas dos mujeres? De que pueblo vendrían y a que familia pertenecían?

Aquella anciana tan poco amiga de hablar, y aquella joven pensativa y franca ¿qué hacían allí? ¿por qué estaban solas?

Que debían ser de una familia distinguida, no hay que dudarlo: sus maneras lo dicen.

Lleno de curiosidad y deseando penetrar el problema que encerraban aquellas dos mujeres, llegué a mi casa, prometiendo visitarlas lo más pronto posible.

(Se continuará)[1]

  1. Hasta aquí termina este manuscrito. Sin continuación.