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QUO VADIS

Y á la luz de éstos Vinicio contempló anhelante los labios del Apóstol, pareciéndole que pendiente de ellos se hallaba la vida ó la muerte.

En medio de aquel solemne s lencio dejóse oir el recla mo de las codornices en el viñedo y el ruido sordo y lejano de las muelas de los molinos próximos á la Vía Salaria.

—Vinicio,— preguntó por fin el Apóstol,—¿tienes fe?

—¿Habría venido aquí si no creyera?—contestó el joven.

—Entonces, cree hasta el fin; porque la fe remueve las montañas. De ahí que, aun cuando te estuviese reservado el ver á esa doncella bajo la cuchilla del verdugo, ó entre los colmillos de un león, ten fe en que sólo Cristo puede salvarla. Ten fe y ruégale, y eleva conmigo tus plegarias.

Y alzando la faz al cielo, así oró en alta voz: —¡Oh, Cristo misericordioso! ¡Vuelve tus ojos á este corazón acongojado y brindale tus consuelos! ¡Oh, Cristo misericordioso, atempera el viento que agita el vellón del Cordero! ¡Oh Cristo misericordioso, tú que imploraste de tu Padre que te apartara de los labios el cáliz amargo, dignate apartarlo también ahora de los de este siervo tuyo!

Amén.

Y Vinicio, extendiendo las manos hacia el cielo, dijo como en un gemido: —Soy tuyo, ¡llévame en lugar de ella!

A la sazón el firmamento empezaba á palidecer en el oriente.

CAPÍTULO LIII

Al despedirse Vinicio del Apóstol, dirigióse á la prisión, renovada en su corazón la esperanza. Sentíase aún, en las profundidades de su alma, voces intimas de terror y desesperación, mas el joven neófito sofocó esas voces.

Parecíale que la intercesión del Vicario de Dios y el poder de su piegaria, no tuvieran eficacia.

Y en seguida, por momentos, temía esperar, y por momentos temía la duda.