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QUO VADIS

habían sido ya extraídos. Los guardianes, instalados en los corredores que comunicaban entre sí á los sótanos, dormian; los niños, cansados de llorar, guardaban un si lencio fatigoso; nada se escuchaba ya en derredor, sino la respiración anhelante de aquellos pechos enfermos, y aquí y allí un murmurio de oraciones.

Vinicio adelantó con su linterna en la mano hasta el cuarto sótano, que era considerablemente mas pequeño.

Levantando la luz, empezó á examinarlo, y de súbito apoderóse de él un estremecimiento general, porque le pareció ver, cerca de una abertura enrejada que había en la muralla, las gigantescas formas de Ursus.

Entonces, apoyando su linterna y acercándose á él, dijo: —¿Estás ahí, Ursus?

—¿Quién eres?—preguntó el gigante volviendo la cabeza.

—¿No me conoces?

—¿Cómo te he de conocer, si has apagado la luz?

Pero, en ese propio instante, vió el joven tribuno á Ligia recostada cerca de la pared y envuelta en un manto.

Así, pues, sin decir una palabra mas, arrodillóse junto á ella.

Ursus le reconoció entonces y dijo: —Loado sea Dios! Mas, no la despiertes, señor.

Vinicio, de rodillas á su lado, la contemplaba con ojos anublados por las lágrimas. A pesar de la obscuridad, distinguió su rostro, que le pareció tan pálido como el alabastro, y sus enflaquecidos brazos.

Y á la vista de la joven, su amor pareció convertirse en una amargura desgarradora, en un afecto que agitaba su alma hasta lo más recóndito, y en el que al mismo tiempo había tanta piedad, tanto respeto y adoración tanta, que sin poder contenerse inclinó al suelo la faz y llevó á sus labios la orla del manto sobre el cual descansaba aquella cabeza, para él más amada que ninguna otra cosa en el mundo.