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Gobernador; é iba muy avanzada la noche, cuando esta última autoridad volvió á la calle, mas nadie supo la operación militar que se disponia para el dia siguiente.

Antes de amanecer, salieron de Elizondo unas compañías de cuerpos francos con un pliego cerrado para el alcalde de Lecároz y se posesionaron del pueblo. De allí á poco rato las divisiones rompían el movimiento hácia el mismo punto.

Llegaron; y los soldados francos formaban un cordón enderredor del pueblo sin permitir la salida á ningún paisano.

Por orden del General en Jefe debían los vecinos de Lecároz esperar reunidos en la plaza pública la llegada del ejército.

Eran estos vecinos veintitantos ancianos, vestidos con las modestas y aseadas galas de los días festivos, y llevaban sus blancas guedejas peinadas mansamente sobre la espalda. No habia jóvenes entre ellos, porque estaban entre todos los del reino de Navarra reunidos en armas.

Presentóse el General, y los ancianos rodearon su mula para saludarle con palabras vascuences y patriarcales ademanes. Entonces Mina, contestándoles en el propio idioma, les conminó para que declararan el lugar en donde los facciosos habían escondido la artillería, ó que de lo contrario, aquellos á quienes se dirigía serian pasados por las armas en castigo de su tenacidad, y que tras de esto haría incendiar el pueblo de Lecároz como en años anteriores, y por motivo semejante, hizo en Cataluña con Castellfollit.

Todos á la vez se sorprendieron cual si los hubiese sacudido un rayo, y unánimemente contestaron que nada sabían de lo que se les preguntaba.

Repitió su mandato el General, y como nada más contestaran, sino que antes juraban su inocencia, los mandó contar de cinco en cinco, y cada uno que cerraba este número, quedaba aferrado entre las manos de un cabo.

Juntáronlos, y gritaban, y gemían, y se desesperaban los infelices con la muerte al ojo y las protestas de su fe en los labios.

Las víctimas resultaron ser cinco, y no parecía sino que Dios, apiadado de aquel pueblo, hubiese señalado para la muerte inmediata los hombres más cercanos por sus años á la muerte natural.

Los habia tan infirmes, que apenas podían andar; ancianos, caducos, decrépitos, de encorvadas espaldas, arrastrándose bajo el peso de los años; y en torno á estos se agrupaban los ménos