crean el Tribunal de la Inquisicion, la serpiente de la inteligencia, la negacion completa del progreso.
Cárlos V tiene la suerte de contar entre sus insignes caudillos á Hernan Cortés, Almagro y Pizarro, que agregan tres nuevas joyas á su diadema, Méjico, Chile y el Perú; emperador de un pueblo que dá de sí á los héroes de las Navas, de Esquirós, de Pavía, de Muhlberg y de Túnez, oye su nombre repetido por la victoria en África é Italia, en Alemania, Francia y los Países-Bajos, por doquiera, para fundar un imperio superior al de Cárlo-Magno; mas al propio tiempo que comienza á considerar á América únicamente como una rica mina, que da de sí preciosos metales, levanta en los campos de Villalar un patíbulo á la libertad, sin cuya benéfica egida el encumbramiento de las naciones es ilusorio, momentáneo, y el esplendor de una literatura transitorio y efímero.
Y viene Felipe II; y aunque con la espada de Juan de Austria destruye por siempre en Lepanto el poder marítimo de los Turcos, y con la del duque de Alba reduce á su obediencia el Portugal, como no reconoce otra musa que la ambicion, ni otro númen que el despotismo, subleva á los Moriscos de las Alpujarras; borra con la sangre de Lanuza los fueros de Aragon; se empeña en las costosas guerras de Flándes, por atender á las cuales pierde á Trípoli, Túnez y Bujía dejando abandonadas las Américas al mercantilismo de los Ingleses; fomenta el espíritu militar, aventurero, enemigo del trabajo y de la industria; acrecienta el número de los establecimientos religiosos, donde se vive la vida de la holganza; ahoga en Toledo la voz de nuestras Cortes; y cuando la Providencia le llama ante su tribunal inapelable, deja en pos de sí un pueblo, cuyas virtudes ha corrompido, cuya fé ha emponzoñado con el virus de la supersticion, cuyo carácter ha enervado con el látigo del despotismo.
Y le sigue Felipe III, aunque buen padre de familia, político indigno por la nulidad de su talento de colocarse al frente de un Estado, cuya población y recursos han agotado las guerras sostenidas en el extranjero por su padre Felipe II y su abuelo Cárlos de Gante; débil monarca que, juguete de los caprichos de sus privados, continúa creyendo que la prosperidad de España se halla encerrada en las minas de allende el Atlántico; imbecil fanático que favorece la influencia de los jesuitas y arroja lejos de sí la única y verdadera riqueza que nos quedaba en agricultura é industria, los moriscos.