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Y le sucede Felipe IV, dado á los placeres del amor mayormente que á los sinsabores de la administración pública; y el Rey Poeta, entregado como su padre en brazos del favoritismo, pasa alegremente las horas en la corte del Buen Retiro, ora galanteando á las damas, ora aplaudiendo los autos de Calderon, mientras que los Españoles somos humillados en Italia en la Valtelina y en Flándes en Rocroy, miéntras Cataluña se constituye en república independiente, Portugal coloca sobre su trono á Juan IV, Nápoles se insurrecciona á la voz del pescador Masaniello y Francia nos arrebata en el tratado de los Pirineos, complemento del de Westfalia, el cetro con que desde el imperio de Cárlos V habiamos gobernado á Europa y regido los destinos del mundo.

Y aparece Cárlos II, bajo la tutela de su madre Mariana de Austria, que inaugura, puede decirse, su regencia con el ignominioso decreto de 22 de Setiembre de 1665, por el cual manda se cierren los teatros hasta que el Príncipe, su hijo, tenga edad bastante para asistir á ellos. Y no prohibe la lectura de toda clase de libros, porque no era menester tanto: que habiamos llegado á tal extremo, que obras como la Historia de la Conquista de Méjico de Solís, último autor célebre de aquel siglo, apénas pudo hallar dos ó tres centenares de lectores.

De este modo nuestra decadencia llega á su colmo; y los destinos se venden en subasta; y la nacion se encuentra sin un sólo navío, sin un general, ni un sábio, ni un politico, ni un poeta, ni un novelista.

Vano es dirigir la vista en torno nuestro, porque ya ni siquiera brillan espadas como las de Gonzalo de Córdoba, Cisneros, Juan de Austria, el duque de Alba, el marques de Santa Cruz, Alejandro Farnesio ó Espínola; ni escriben plumas como la de Cervántes; ni suenan liras como las de Lope ó Calderon. España es un inmenso sepulcro, donde únicamente se escuchan los conjuros de un fraile, del capuchino alemán Mauro Tenda, y los ayes de un rey, del estúpido Carlos II.

La literatura, que en el reinado anterior habíase acogido en su huida al teatro para brillar en él con mayor esplendor que nunca, apenas presenta un corto número de escritores, casi todos insignificantes, dignos de un público sin vigor, sin ilusiones, ni entusiasmo, sin ese entusiasmo nacional, indispensable para que las letras, las ciencias y las artes se desarrollen y florezcan.