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Si él hubiese tenido un pincel, habría pintado vírgenes de Foligno; si hubiese manejado el cincel, habría esculpido la Psiquis de Canova; si hubiese conocido la lengua en que se escriben los sonidos, habría fijado en el pentagrama las quejas aéreas del viento del mar en las ramas de los pinos de Italia, o los hálitos de una joven dormida que sueña con el que no quiere nombrar. Si hubiese sido poeta, habría escrito los apóstrofes de Job a Jehová; las estancias de Herminia del Tasso; la conversación de Romeo y Julieta a la luz de la Luna, de Shakespeare; el retrato de Haydea, de lord Byron.

Amaba el bien tanto como la belleza; pero no amaba la virtud por ser santa, sino, sobre todo, por ser bella. Sin ambición ninguna en el carácter, la habria tenido en la imaginación. Si hubiese vivido en aquellas antiguas repúblicas en que el hombre se desenvolvía todo él en la libertad, como el cuerpo se desarrolla sin trabas al aire libre y en pleno sol, habría aspirado a todas las cimas como César, habría hablado como Demóstenes y habría muerto como Catón. Pero su destino humillado, ingrato y obscuro le retenía, a su pesar, en el ocio y la contemplación. Tenía alas que desplegar, pero no aire en su derredor para batirlas. Murió joven y devorando con los ojos el espacio sin haberlo recorrido. Su mundo fué un sueño. ¡Que en el cielo, siquiera, sea una realidad!

¿Conocéis ese retrato de Rafael, niño, de que os hablaba hace un momento? Es un rostro de