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ras semejante a esas calles de tejos, de Turquía, que se pierden de vista y conducen a los lugares donde hay tumbas, une la población al lago. A derecha e izquierda de este camino, las praderas y los campos, frecuentemente cruzados por los lechos pedregosos, y a menudo secos, de los torrentes de las montañas, reciben sombra de gigantescas nogales, de cuyas ramas, las parras, robustas como hanas de América, suspenden sus pámpanos y sus racimos. A lo lejos se vislumbra, bajo las parras y los nogales, el lago azul, que centellea o palidece, según las nubes y las horas del día.

Cuando yo llegué a Aix, ya había partido la gente. Los hoteles y los salones en que durante el verano se apiñan los extranjeros y los ociosos estaban cerrados. No quedaban más que algunos pobres enfermos sentados al sol en el umbral de los hospedajes más pobres, y algunos desahuciados que en las horas cálidas del centro del día arrastraban su paso desfallecido sobre las hojas secas caídas, por la noche, de los álamos.

IV

El otoño era dulce, pero precoz. Era la estación en que las hojas, heridas por la helada matutina, y un instante coloreadas de tintas rosas, caen en copiosa lluvia de las parras, de los cerezos, de los castaños. Las nieblas se extendían