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Era, en suma, la aparición de una enfermedad contagiosa dél alma bajo los rasgos de la más atrayente y majestuosa belleza que soñó nunca un hombre sensible.

La saludé con respeto al pasar rápidamente ante ella por la avenida; mi actitud reservada y mis ojos bajos parecían pedirle perdón por haberla distraído involuntariamente. Al acercarme, un ligero arrebol tiñó sus pálidas mejillas. Entré en mi cuarto, tembloroso, sin saber si lo que me estremecía era el frío de la tarde. Unos minutos después vi que también la joven volvía a casa, mirando a mi vantana con indiferencia. Y volví a ver a los días siguientes, a las mismas horas, en el jardín o en el patio; pero yo no tenía el pensamiento ni la audacia de abordarla. La encontraba también, en ocasiones, en las praderas de las quintas de recreo, conducida por niñas que arreaban su asno y cogían fresas para ella; otras veces, en su barca, por el lago. No le mostraba nuestra vecindad y mi interés más que con un saludo grave y respetuoso, que ella me devolvía com melancólica distracción, y proseguíamos cada uno nuestro camino por la montaña o por el agua.

VII

No obstante, sentíame triste y desorientado por la noche cuando no la había encontrado durante el día. Bajaba al jardín, sin darme cuenta