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todo lo arrebatan a su esfera de acción, en derredor de sí, sin pensarlo, sin quererlo, sin saberlo siquiera. Diríase que ciertas naturalezas tienen un sistema, como los astros, y hacen gravitar las miradas, las almas y los pensamientos de sus satélites sobre su propio movimiento. La belleza física o moral es un poder; la fascinación, su cadena; el amor, su emanación. Se las sigue a través de la tierra y hasta el cielo, donde se pierden jóvenes; y cuando ya no se las ve, el ojo queda como ciego de deslumbramiento. No se mira más, o ya no se ve nada. El mismo vulgo adivina a esas seres superiores en yo no sé qué señales. Los admira sin comprenderlos, como los ciegos de nacimiento, que presienten los rayos de la luz sin ver el Sol.

X

De ese modo supe que la joven. habitaba en París; su marido era un anciano ilustre en el úl timo siglo, por trabajos que habían hecho época en los descubrimientos del espíritu humano. Había adoptado a esta joven extranjera, cuya belleza y carácter le interesaron, a fin de dejarle su nombre y sus bienes. Ella le amaba como a un padre; le escribía cotidianamente cartas que eran el diario de su alma y de sus impresiones. Desde hacía dos años, sufría un desfallecimiento que alar-