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maba a su marido. Le habían mandado cambio de aires y viajes al Mediodía; como las dolencias del anciano le impedían seguirla, se la había confiado a una familia de sus amigos de Lausana, con la cual recorrió ella Suiza e Italia.

Por fin, como el cambio de clima no bastase a reparar sus fuerzas, un médico de Ginebra, temeroso de una enfermedad del corazón, la había Îlevado a las aguas de Aix; debía venir por ella, para llevarla de nuevo a París, al empezar el invierno. He ahí todo cuanto supe entonces de aquella existencia, ya tan querida, mientras me obstinaba en creer que cada detalle me era profundamente indiferente. Experimenté un poco más de enternecimiento del corazón por aquella encantadora belleza de mujer herida en flor por una enfermedad que no consume la vida, sino aguzando sus sensaciones y avivando más la llama que amenaza extinguir. Al encontrar a la joven en la escalera, busqué con mis ojos algunas líneas imperceptibles de sufrimiento en las comisuras de sus labios, un poco pálidos, y alrededor de sus bellos ojos azules, a menudo castigados por los insomnios. Me interesé por sus encantos, me interesé más por aquella sombra de muerte a través de la cual creía verla como un fantasma de la noche más que como una realidad.

Eso fué todo. Nuestras vidas continuaron corriendo, tan próximas por el espacio, pero tan separadas por lo desconocido como antes.

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