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XI

41 Cuando las primeras nieves comenzaron & blanquear las cabezas de los abetos en las altas cimas de Saboya, renuncié a mis expediciones por las montañas. El calor dulce y prolongado de fin de octubre se había concentrado en la concavidad del valle. Todavía era tibio el aire en las ori llas y en las aguas del lago. La larga calle de álamos que conduce a él tenía al mediodía fulgores de sol, balanceos de ramajes y murmullos de copas que me encantaban. Parte del día lo pasaba en el agua. Los bateleros me conocían.

Todavía recuerdan, se me dice, las largas navegaciones que los obligaba a hacer por los golfos más apartados y las ensenadas más salvajes de las dos orillas de Francia y Saboya. La joven extranjera se embarcaba también algunas veces, al mediar el día, para excursiones menos prolongadas. Los bateleros, orgullosos de conducirla, y atentos al menor síntoma de frescor, de nube o de viento que pudiese aparecer en el cielo, tenían buen cuidado de prevenirla; preferían su salud y su vida al salario de los días perdidos.

Sólo una vez se equivocaron. Le había prometido una travesía y un retorno fáciles para ir a visitar las ruinas de la abadía de Haute—Combe, situada en la orilla opuesta. Apenas habían