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fué la ansiedad de mi alma durante la hora que empleamos en atravesar así casi toda la anchira del lago y en acercarnos al bote en peligro.

Cuando por fin le alcanzamos, ya tocaba a la orilla. Vimos que una larga ola le arrojaba en seguridad sobre la arena al pie de las ruinas de la abadía.

Lanzamos un grito de alegría. Nos precipitamos a porfía al agua para llegar más pronto al bote y ilevar a la orilla a la enferma. El pobre batelero, consternado, nos llamaba en su ayuda con gestos de aflicción y gritos acongojados. Con la mano nos mostraba el fondo de su barca, que todavía no podíamos divisar. Al llegar, vimos a la joven enferma tendida y desmayada en el fondo de la barca; las piernas, el cuerpo, los brazos, recubiertos de agua helada y de copos de espuma. Solamente emergían del agua el busto y la cabeza, como la de una muerta, apoyada sobre el cofrecillo de madera que sirve para guardar a popa las redes y las pro visiones de los barqueros. Sus cabellos flotaban en derredor del cuello y los hombros, como la alas de un ave negra medio sumergida en la orilla de un estanque. Su rostro, cuyos colores no se habían disipado del todo, tenía la calma del más tranquilo sueño. Era esa belleza sobrenatural que deja el último suspiro en la cara de las jóvenes muertas, como el más bello reflejo de la vida sobre la frente de donde se ha retirado, o como el primer crepúsculo de la inmortalidad sobre las facciones que quiere divinizar en la memoria de los supervivientes.