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Nunca la había yo visto, ni la volví a ver, tan divi namente transfigurada. ¿Es que la muerte era el día de aquella celeste figura? O quiso Dios darme en aquella primera y solemne impresión el presentimiento y la imagen de la forma inmutable bajo la cual estaba yo destinado a sepultar aquella belleza en mi memoria y a seguir viéndola e invocándola para siempre?...

Nos lanzamos a la barca para levantar a la moribunda de su lecho de espumas y llevarla más allá de las rocas. Puse la mano sobre su corazón como la habría puesto sobre un globo de mármol. Acerqué el oído a sus labios como lo habría acercado a los labios de un niño dormido. El corazón latía con irregularidad, pero fuertemente; el aliento era sensible y tibio; comprendí que se trataba sólo de un largo desvanecimiento, consecuencia del terror y de la frialdad del agua. Un barquero la alzó por los pies; yo la cogí por los hombros y la cabeza, que pesaba sobre mi pecho. La llevamos así, sin que diese señal de vida, hasta una casita de pescadores sobre la roca de Haute—Combe. La cabaña solía servir de albergue a los bateleros cuando llevaban curiosos a las ruinas. Consistía sólo en una sala estrecha, obscura, ahumada, amueblada con una mesa cargada de pan, queso y botellas. Una escalera de mano que arrancaba del pie de la chimenea subía a un pequeño desván, alumbrado por un tragaluz sin cristales, que daba al lago. Ocupaban casi todo el ámbito tres lechos que se cerraban con puertas de madera, como profundos armarios. Allí 1 21 1.

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