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las mesetas del monte del Gato. El barquero marcho a escape. Los otros se sentaron a la mesa, tranquilizados por la certidumbre de que la señora no estaba muerta. Las mujeres iban y venían del dormitorio a la sala y de la cueva al gallinero para preparar la cena. Yo permanecí sentado en un saco de harina de maíz, a los pies del lecho, con las manos cruzadas sobre las rodillas, fijos los ojos en el rostro inmóvil y en los párpados cerrados de la extranjera. Ya era de noche. Una de las jóvenes había cerrado el postigo de la claraboya y colgado de la pared un candil con pico de cobre. Su resplandor caía sobre las sábanas y el rostro dormido, como el de los cirios, sobre un sudario. ¡Ay! ¡Luego he velado yo así otros rostros que no despertaron!...

XII

Nunca, tal vez, la mirada y el alma de un joven se abismaron durante tan largas horas en tan intensa y extraña contemplación. Suspenso entre la muerte y el amor, yo era incapaz de comprender si la angélica imagen dormida bajo mis ojos era un dolor eterno o una eterna adoración que aquella noche me preparaba en su misterio, o que la mañana iba a entregarme con el despertar en la vida. Los espasmos del sueño, que no eran bastantes fuertes para reanimarla, habían desviado el lienzo, dejando descubierto un hombro. Sus cabellos se arrollaban sobre él en gruesos anillos, ne-