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dormía la familia. La madre y dos muchachas — de la casa, a quienes entregamos la joven desmayada, retirándonos por decencia afuera de la puerta. La tendieron sobre un colchón cerca de la chimenea, encendieron un grato fuego de paja y retama, le desabrocharon, le quitaron las ropas para ponerlas a secar, y enjugaron sus miembros y sus cabellos, que chorreaban agua del mar; luego la llevaron, siempre desvanecida, a uno de los lechos de la estancia, que habían vestido de blancos lienzos, calentados con las piedras del hogar, según la costumbre de aquellas montañas. En vano intentaron hacerle tragar unas gotas de vinagre y vino para volverla a la vida. Viendo todos sus cuidados perdidos y la inutilidad de sus esfuerzos, prorrumpieron en gritos y sollozos que nos atrajeron de nuevo a la casa. "La señorita está muerta! ¡La señora ha acabado! ¡No nos queda más que llorar y buscar un sacerdote!"— exclamaban. Los bateleros, consternados, se unían a las mujeres y redoblaban el horror de aquellas lamentaciones. Me lancé a la escalera, entré en la habitación, me incliné sobre el lecho, todavía iluminado por el crepúsculo; le toqué la frente, que abrasaba; percibí el movimiento débil, pero regular, de la respiración, que levantaba y abatía alternativamente sobre el pecho el lienzo de grueso cáñamo crudo; hice callar a las mujeres, y dando un escudo a uno de los más jóvenes barqueros, le mandé que fuese en busca de un médico. Había uno, me dijeron, a dos leguas de Haute—Combe, en una aldea situada sobre una de