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respondían a sus pensamientos. Jamás la transición de la muerte a la vida, y de un sueño a una realidad, fué tan rápida y visible en un rostro.

Asombro, languidez, enajenamiento, sosiego, me lancdía y regocijo, timidez y abandono, gratitud y reserva, todo se reflejó a la vez en sus facciones, refrescadas por el despertar, coloreadas por la juventud. Su irradiación esclarecía la sombría alcoba tanto como el resplandor de la mañana.

Hubo más palabras, más revelaciones, más confidencias, más infinito en aquella cara y en aquel silencio que en millones de palabras. El rostro humano es la lengua de los ojos; la fiscarchmía, en la juventud, es un teclado que la pasión recorre de una ojeada. Por ella se transmiten de alma a alma misterios de intimidad muda que no son traducibles a ningún lenguaje de la tierra.

También mi fisonomía revelaba, sin duda, un amigo a la mirada que se posaba con tanta avidez en sus facciones. Mis ropas, todavía húmedas; los mechones castaños de mis largos cabellos, mil veces revueltos durante la noche por mis manos; mi cuello, con la corbata floja y desanudada; mis ojos, enrojecidos por la vigilia; mi tez pálida por el insomnio y la emoción; el entusiasmo con que me inclinaba ante aquella santidad de la belleza doliente; la inquietud, la emoción, la alegría, la sorpresa; la semiluz de aqueIla estancia desnuda, en medio de la cual permanecía yo en pie, sin atreverme a dar un paso, cual si hubiese temido deshacer el encanto de tan