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divino sueño; los primeros rayos del Sol, en fin, que pasaban por la claraboya y venían a deslumbrar mis ojos rielando en las lágrimas mal enjugadas, bodo debía de dar a mi figura una potencia de expresión y una transparencia de ternura, que ella, sin duda, no volvería a encontrar en el curso de una larga vida. No pudiendo ya soportar el contragolpe de aquellas emociones ni la congoja interior de aquel silencio, llamé a las mujeres. Subieron. Prorrumpieron en gritos de sorpresa al ver aquella resurrección que les parecía un milagro. En el mismo instante entró el médico que yo había mandado buscar la víspera.

Recomendó reposo y algunas infusiones de plantas de aquellas montañas, que calman los sobresaltos del corazón. Nos tranquillizó a totlos diciendo que se trataba de una enfermedad de las mujeres jóvenes, que suele mejorarse con los años; que no era sino un exceso de sensibilidad que hacía asemejarse a la muerte la superabundancia de vida; pero que nunca era la muerte, a me nos que las penas interiores viniesen a agravarla coa causas morales y a cambiar la melancolíahabitual en incurable dificultad de vivir. Mientras las mujeres buscaban en los prados las hierbas indicadas por el médico, y las lavanderas repasaban y calentaban con la plancha las ropas mojadas de la enferma, en la sala baja, salí de la casa y me fuí a recorrer solo las muinas de la antigua abadía.