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drinas donde los pequeñuelos llaman y saludan al padre y a la madre bajo la cornisa desportillada de un viejo templo; los suspiros del viento del mar, que parecen llevar a los claustros despoblados de la montaña las palpitaciones de la vela, los gemidos de la ola y las últimas notas del canto de los pescadores; las emanaciones embalsamadas que cruzan la nave a veces; las flores que se deshojan y cuyos estambres llueven sobre los sepulcros; la ondulación de los lienzos de verdura que tapizan los muros; el eco sonoro del paso del visitante por los subterráneos donde duermen los muertos, todo esto es tan piadoso, tan recogido, tan infinito de impresiones como lo era antes el monasterio en todo su sagrado esplendor.

Sólo hay de menos los hombres, con sus miserables pasiones humilladas por la angostura del recinto en que las habían confinado, pero no se pultado; pero hay de más un Dios nunca tan vi sible y perceptible como en la Naturaleza; Dios, cuyo esplendor sin sombra parece devolver a esas tumbas el espíritu con los rayos de sol y la vista del firmamento, que las bóvedas no interceptan ya.

XV

Yo no era entonces bastante dueño de mis pensamientos para darme cuenta de estas vagas reflexiones. Era como un hombre a quien se acaba de descargar de un enorme peso y respira