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recido, sin duda, a la sensación del ojo que entra en la luz después de las tinieblas, o de un alma mística que cree poseer a Dios. Una luz, un deslumbramiento, una embriaguez sin vértigo, una paz sin postración y sin inmovilidad. Habría vivido en aquel estado tantos millares de años como el lago llevaba tendiendo sus olas sobre la arena de la playa, sin darme cuenta de haber vivido más segundos de los que consumía cada una de mis respiraciones. Así debe de ser la cesación de la duración del tiempo para los inmortales en el cielo: un pensamiento inmutable en la eternidad de un momento!...

XVI

Esta sensación no tenía nada de preciso, de articulado ni de definido en mí. Era demasiado completa para ser medida, demasiado una para ser divisible por el pensamiento ni aun analizada por la reflexión. No era la belleza sobrenatural de la criatura que yo adoraba, porque todavía se extendía sobre su beldad y mis ojos la sombra de la muerte; ni el orgullo de ser amado por ella, porque yo ignoraba si para ella era algo más que un sueño de la mañana en sus ojos; ni la esperanza de poseer sus encantos, porque mi respeto estaba mil veces por encima de esas viles satisfacciones de los sentidos, y a ellas no podía rebajarme ni con el pensamiento; ni la vanidad,