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vuestro rostro; pero conozco vuestra alma. ¡Un siglo no me haría aprender más!

—Y yo, señora—dije balbuciente—, querría no saber nunca lo que hace de vos un ser que vive nuestra vida, atado por los mismos lazos que nosotros a este triste mundo; no necesito saber más que una cosa: ¡que habéis pasado por él, que me habéis permitido miraros de lejos y recordaros siempre!

¡Oh! No os engañéis asf—repuso—. No veáis en mí una ilusión divinizada. ¡Sufriría yo demasiado el día en que esa quimera se desvaneciese!

No veáis en mí sino lo que soy: una pobre mujer que se muere en el desaliento y en la soledad de su agonía y que nada ha de llevarse de la tierra tan divino como un poco de piedad. Ya lo veréis cuando os diga quién soy—prosiguió—; pero antes decidme sólo una cosa que me inquieta desde el día en que os vi en el jardín. ¡Por qué, siendo tan joven y de fisonomía tan dulce, estáis tan triste y tan solo? ¿Por qué os alejáis siempre de la presencia y del trato de los huéspedes de casa para discurrir por los sitios poco frecuentados de las montañas o del lago o para encerraros en vuestra habitación? Se dice que tenéis luz hasta muy avanzada la noche. ¿Guardáis en el corazón un secreto que sólo confiáis a la soledad?

Esperaba con visible ansiedad, caídos los párpados para ocultar la impresión que mi respuesta hiciese en su espíritu.

—Mi secreto—le dije—consiste en no tener nin-