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lencio. Visiblemente buscábamos ambos, sin encontrarlas, esas vulgares palabras que suelen cambiarse como moneda falsa de la conversación y sirven para ocultar los pensamientos en vez de revelarlos; tan bemerosos de decir demasiado como de no decir bastante, reteníamos el alma en los labios. Continuamos mudos, y este silencio aumentaba nuestro rubor. Por fin, alzando a un tiempo nuestras miradas y penetrando cada una eu el fondo de la otra, yo vi en la suya tantos abismos de sensibilidad, y ella vió sin duda tanto impetu reprimido, tanta inocencia y tanta profundidad en la mía, que ya no pudimos separarlas de nuestros rostros; y sintiendo que nos subían lágrimas del corazón, instintivamente nos llevamos las manos a los ojos, como para velar en ellos nuestros pensamientos.

No sé cuántos minutos permanecimos así. Al cabo, con trémula voz, pero con un poco de esfuerzo e impaciencia en el acento:

—Me habéis dedicado vuestras lágrimas dijo—; os he llamado hermano; me habéis adoptado como hermana, ¿y no nos atrevemos a hablarnos? ¡Una lágrima!—prosiguió. ¡Una lágrima desinteresada de un corazón desconocido es más de lo que vale mi vida! ¡Y más de lo que ha valido nunca!

Luego, con ligera inflexión de reproche:

—¿Es que yo he vuelto a seros extraña desde que no necesito vuestros quidados? ¡Oh! Por mi parte—añadió con un tono de resolución y seguridad—, no sé de vos más que vuestro nombre y

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