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Temblé por lo que había hecho y por el grito que involuntariamente había dejado escapar, y no me atrevía a alzar el rostro del trozo de tierra de donde ella había retirado los pies.

— Levantaos—me dijo con voz grave, pero sin cólera—; no adoréis un polvo que es mil veces más polvo que ese con que mancháis vuestro hermoso cabello, y que se aventará más rápido y más impalpable al primer soplo de otoño! No os forjéis ilusiones sobre la pobre criatura que tenéis ante los ojos. No es más que la sombra de la juventud, la sombra de la belleza, la sombra del amor que un día tal vez sintáis e inspiréis cuando esta sombra lleve mucho tiempo desvanecids..

Guardad vuestro corazón para los que han de vivir, y no deis a la muerte sino lo que se da a los agonizantes: una dulce mano para sostenerlos en el último trance de la vida y una lágrima para llorarlos...

El acento grave, meditabundo y resignado con que pronunció estas palabras me hizo temblar hasta el fondo del corazón. Sin embargo, al alzar los ojos a ella, al ver cómo las luces coloreadas del sol poniente iluminaban aquel rostro en que la juventud de los trazos y la serenidad de la expresión resplandecían más a cada instante, como si un nuevo sol se levantase en su corazón, no pude creer que la muerte se ocultara tras de signos tan fulgurantes de vida. Pero, además, ¿qué podía importarme? Si aquella angélica aparición era la muerte, ¡a la muerta adoraba yo!

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