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¿Acaso el amor inmenso que enteramente me in vadía sería aquéllo y no más? ¿No sería, acaso, que Dios me mostraba un fulgor próximo a extinguirse sobre la tierra para que yo, siguiendo la huella de sus rayos, le siguiese a la tumba y al cielo?

—No soñéis de ese modo— me dijo—; escuchadme y no lo dijo con el acento de una amante que simula serenidad, sino con el tono de una madre, joven todavía, o de una hermana mayor y más sensata que hablan razonablemente a un hermano o un hijo—: No quiero que os aferréis a una vana apariencia, a una ilusión, a un sueño:

quiero que sepáis a quién entregáis un alma que yo no podría detentar sino engañándola. La mentira ha sido siempre para mí tan odiosa e imposible, que no querría ni aun la suprema felicidad del cielo si fuese necesario engañarle para entrar en él. La dicha hurtada no sería para mí dicha, sino remordimiento.

Tenía, al hablar así, tal candor en los labios, tal sinceridad en el acento, tal limpidez en los ojos, que creía ver a la inmortal verdad sentada, bajo aquella forma pura, frente al sol, abriendo su voz a los oídos, su mirada a los ojos, su alma al corazón. Me recliné sobre la pila de heno, a sus pies; apoyé el codo en tierra y la cabeza en la palma de la mano derecha, y clavé la mirada en sus labios, para no perder una inflexión, un movimiento ni un suspiro.

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