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cía en mi derredor. Al día siguiente, entraba en mi habitación cuando yo despertaba. Me hacía contarle la impresión que había producido, las miradas que había atraído, hasta los corazones que pa.recía haber conmovido.

"—¿Y vos—me decía con un tono de dulce inte rrogación, no sentís nada de todo eso que inspiráis? Será que vuestro corazón de veinte años ha nacido viejo como el mío? ¡Oh! ¡Cuánto desearía yo veros preferir entre todos esos adoradores un ser de naturaleza superior, que un día completase con un puro amor vuestra dicha, y que, muerto yo, continuara mi ternura, rejuveneciéndola cerca de vos!" "Vuestra amistad me basta—le respondía yo—; no sufro, no ansío nada, soy feliz.

"Sí—replicaba—, ¡pero envejecéis a los veinte años! ¡Oh! Pensad que sois vos quien ha de cerrar mis ojos. ¡Rejuveneceos! ¡Amad! ¡Vivid a toda costa, porque yo no he de sobreviviros!

"Llamaba médicos y más médicos; todos, después de abrumarme a preguntas, declararon unánimes que estaba amenazada de espasmos del corazón.

Los primeros síntomas de la enfermedad se habían ya revelado. Necesitaba decían una violenta sacudida en mi vida, un amplio desplazamiento de mis costumbres sedentarias, un completo cambio de aires y de cielo que devolviese a mi naturaleza tropical, transida por las brumas de Paris, la energía y la expansión que requería para revivir.

Mi marido no vaciló en sacrificar la alegría de